La historia del fútbol fue injusta con Il grande Torino. “Sólo el destino pudo con ellos”, dirían los cronistas de la época, poco después de la mayor tragedia jamás ocurrida en el fútbol italiano. Para comprender en su justa medida la magnitud de lo ocurrido, es casi obligatorio un ejercicio de retrospección en la historia de un equipo que sigue haciendo suspirar por el recuerdo de sus héroes.
El mejor equipo de su tiempo
En los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, Ferruccio Novo, antiguo campeón con la camiseta del Toro y presidente del club, se propuso el reto de formar un equipo ganador. Para ello, contó con la ayuda de Vittorio Pozzo, el seleccionador vencedor en los dos mundiales del albo d’oro del fútbol italiano. Con su asesoramiento, sumado a la habilidad de un gran entrenador, el Torino se hizo grande.
Ernst Ebstein, un húngaro de origen judío en plena época del fascismo, diseñó en la clandestinidad un modelo de fútbol ofensivo que arrasaba a sus rivales. Así, se hizo con el fichaje de Valentino Mazzola, la estrella del Venecia. Un centrocampista de los de antes, que combinaba calidad técnica y fuerza física a partes iguales, con una gran dosis de coraje y valentía.
La guerra acabó, y el Gran Torino continuó maravillando a los italianos que, cada jornada, acudían al Stadio Filadelfia a contemplar una de las mayores masas de fútbol nunca vistas. En lugar de jugar bailaban en el campo, y lo hacían sin poner atención en la defensa, con Mazzola, su gran capitán, llevando la manija.
Y la leyenda siguió creciendo. Los scudettos se fueron sumando y, en la temporada 1947-48, anotaron 125 goles en 40 partidos. Algunos cuentan que, en ese año, el mejor duelo ocurrió en el campo del Roma. Los once magos granas llegaron al vestuario perdiendo por 1-0, y decidieron vengarse: saltaron al césped, y, a los veinte minutos, ya habían llegado al 1-7. De los once jugadores de la selección, diez pertenecían al mejor equipo del mundo.
La muerte del Toro
Cierto día de 1949, Mazzola exigió un viaje a Lisboa. Quería disputar con su equipo el partido de despedida de su amigo
Francisco Ferreira. Todos accedieron encantados, sin saber que, con esa decisión, su gran líder les arrastraba hasta un abismo inesperado. Al regresar a Turín, en un día de niebla, el avión que les transportaba se estrelló contra la basílica de Superga, a sólo cinco kilómetros del aeropuerto. Ninguno sobrevivió. Un catarro y una lesión salvaron dos vidas: la del presidente, que prefirió quedarse en casa y tuvo que acudir al lugar del impacto para reconocer los cadáveres, y la de Sauro Tomà, la joven promesa que se perdió el viaje por un golpe aunque, en un principio, había intentado acompañar a sus amigos.
En la liga, a falta de cuatro partidos, el Torino iba primero. Le concedieron el trofeo antes de tiempo y, en gesto de solidaridad, todos jugaron, como el conjunto destruido por las circunstancias, con sus juveniles. Se acercaba un Mundial, y los integrantes de la selección malherida se negaron a viajar en avión: fueron los únicos que acudieron a Brasil en un transatlántico, y cayeron en la primera fase.